jueves, 9 de septiembre de 2010

TEMA DE ANTOLOGÍA - CUENTOS DE BRASERO

PATRICIA HELENA VÉLEZ R.

EMBRUJO

El muchacho le pidió una foto con el argumento de que lucía como una muñeca y deseaba con intensidad tener una imagen suya. Eran conocidos, más no estrechos amigos; unos meses atrás los presentaron en casa de una prima, se habían visto cuatro veces y por primera vez hablaban a solas. A Flor le pareció un poco extraño que se atreviera a hacerle tal petición, así que caviló sobre ello entre tanto conversaban, e incluso pensó que él olvidaría el asunto, pero no fue así; antes de despedirse, Carlos Manuel reitero su solicitud con gran delicadeza, ante lo que se vio desarmada y le dijo que sí, segura de que ya no se acordaría en la próxima oportunidad que se encontraran.

Caminó de regreso a casa por el sendero montuno, jugueteando con las ramas de los árboles que encontró a su paso, recogiendo piedrecillas que luego lanzó a los charcos dejados por el reciente aguacero y arrancando flores con las que adornó su cabello. Demoró más, se empantanó los zapatos y enmugró las medias, pero necesitaba recrearse con la naturaleza y disfrutar el ensueño de saberse cortejada; hasta el momento no había tenido novio y esa posibilidad, más que halagarla, la puso en alocada sintonía. Al llegar fue al cuarto, directo a sacar de bajo la cama el cofre de hojalata donde guardaba recuerdos, tarjetas y algunas fotografías sueltas, entre las que se hallaban las últimas que se tomó en la mejor fotográfica de la población y que su madre, al verlas tan hermosas, copió e hizo retocar.

Regó la baraja de imágenes como un abanico sobre la cama y se sentó al borde, en el piso, para observarlas una a una y decidir cuál le daría a Carlos Manuel. Al poco tiempo su hermana, con quien compartía la habitación, fue a hacerle compañía y se unió a la tarea de mirar y seleccionar, en cuanto se enteró de los motivos que tenían a Flor en aquella actividad, a la que le siguió, mirarse de cuerpo entero, hacer caras sensuales y agrandar el escote de la blusa, frente al espejo redondo del enorme tocador antiguo de madera oscura, que hacía juego con las camas y decoraba la habitación, donde terminaron ambas realzando la belleza de sus rostros, maquillándose la una a la otra.
María Isabel, quien como su madre, creía ciegamente en las virtudes y maleficios de las pitonisas que abundaban en las veredas, en medio de la diversión, le advirtió a su hermana que debía hacer rezar el retrato antes de dárselo a su amigo, para que no fueran a usarlo con el ánimo de hacerle algún hechizo o sembrarle un amarre postizo, por cuanto según el decir de las abuelas: -Las brujas no existen, pero que las hay, las hay-. La animó entonces a que fueran donde una vieja que ella conocía para que le hiciese un amuleto; era mejor prevenir que lamentar, así que suspendieron el salón de belleza en que andaban y volviendo al asunto de la escogencia, decidieron darle una reciente, de las que mamá se enamoró, en la cual Flor aparecía de medio torso, con el pelo suelto, sus ojos verdes deslumbrantes mirando al infinito y mostrando un leve perfil que destacaba sus delicadas y atractivas facciones.

Al día siguiente María Isabel contactó con la hechicera y en la tarde, al salir de la escuela las dos hermanas emprendieron el camino hasta donde la señora, quien al cabo de un rato, ya estaba mirando el retrato, haciendo sahumerios, ritos y rezos y arreglando pócimas y polvorines, que metió en un cojincillo de tela roja y selló con aguja y dedal en mano, antes de advertirle a Flor que debía cargarlo siempre consigo, pues si bien la imagen ya estaba protegida, los arreglos le mantendrían el aura cerrada para todo maleficio y toda cosa o persona negativa que fuese contrae ella o pretendiese hacerle algún trabajo a fin de perjudicarla o manipularla. Flor guardó la foto en la billetera y colgó el contra con un gancho en las juntas del corpiño. La rezandera agregó, que si llegaban a intentar algo a través de la estampa, ella lo sabría porque le tomaría un odio profundo a quien tuviese la osadía.

Dos semanas más tarde, Carlos Manuel fue a buscarla a la salida de la escuela para invitarla a comer un helado y después de la larga charla que tuvieron en la heladería; por la carretera de caminada hacia la casa, le preguntó si ya le tenía la foto. Flor se lo gozó dándole caramelo y haciéndole creer que sería en otra ocasión, pero cuando estaban por llegar, hizo que cerrara los ojos mientras buscaba en el bolso, escondió sus manos tras la espalda y pidió escogiera una; si daba con la que era, el papel fotográfico sería suyo. Rieron unos minutos con la charada, durante los cuales Flor trampeaba cada vez el anhelado premio, hasta que por fin se lo entregó. La felicidad del enamorado, quien se dejó ir y le estampó un beso en la mejilla, se reflejó en su rostro, sus ojos se agrandaron, la sonrisa nacarada resaltó esplendorosa y en todo su cuerpo se balacearon las emociones con la ingenua expresividad de un niño.

Los muchachos siguieron viéndose por un tiempo, y Carlos Manuel reprodujo el retrato en una hermosa pintura que le regaló más adelante a Flor, sin atreverse a manifestarle sus deseos de que fueran algo más que amigos; no había afán y deseaba que antes lo amara; pero mientras tanto le resultó otro pretendiente a ella, más maduro y con quien estableció una relación formal, aprobada por sus padres, ya que era un buen partido para casarse y aunque era muy niña, en el pueblo no era raro que las jovencitas de diez y seis o diez y siete años, se casaran con hombres de veinticinco o treinta. Por lo tanto dejó de verse con el chico, a quien siempre vio como un amigo, en especial porque era casi de su misma edad y lo que tenía en mente era ennoviarse con posibilidades de arreglar una boda. El joven entró en un estado de desesperación tal, que su abuela lo notó y se propuso averiguar qué sucedía a su consentido. Una vez lo supo, como su mejor amiga y consejera, lo llevó donde una vieja comadre que sabía de brebajes y conjuros de amor, contando con la foto que tenía, con el fin de centrar la atención de los sentimientos de Flor en su acongojado nieto.

A las pocas semanas, Carlos comenzó a notar que le pasaban acontecimientos sorpresivos muy raros y negativos. Se le perdían cosas de modo extraño, las chicas se burlaban de él en público, Flor no lo saludaba y una racha de mala suerte lo acompañaba a todas partes donde llegaba o por doquier iba, al punto en que ya inquieto y asustado le comentó los hechos a la abuela, quien lo acompañó de nuevo donde la conjuradora, quien les informó al enterarse de lo ocurrido, que la imagen estaba rezada y además la chiquilla tenía un contra. La única solución era hacerle un exorcismo a las atribulaciones generadas. Además de lo que ella haría, Carlos debía encender una veladora permanente en casa, lavar la fotografía con agua fresca, secarla al sol, quemarla en un campo abierto y echar al viento las cenizas, de manera que éste se las llevara a sus espaldas, lo cual no evitaría que la muchacha, quien ya estaba enterada de que trató de amarrarla por la fuerza manipuladora de un embrujo amoroso, lo odiara de muerte para siempre.

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