lunes, 16 de agosto de 2010

TEMA DE ANTOLOGÍA - CUENTOS DE BRASERO

DALIT R. ESCORCIA MARCHENA

LAS MALDICIONES CREADAS (La Mata de Sabila)

Esa tarde, la mata de sábila cayó, del dintel de la puerta, en el piso; comenzó a destilar un líquido bilioso. La abuela palideció, sus facciones se crisparon preocupantes como si aquello fuera símbolo de una desgracia. ¿Agüeros? Se sobresaltó; sintió esa voz y recordó a la vecina Eulalia, a ella también se le había caído su mata… y lo mismo le pasó a doña Petra la semana anterior. A la primera, el marido se le accidentó en el trabajo, a los dos días del funesto acontecimiento. Y a la otra el negocio comenzó a quebrársele, nadie le compraba ni nadie le pagaba.

“Qué me iría a pasar a mí”, pensaba la abuela, rascándose la cabeza. Toda la noche la invadió una terrible preocupación, las pesadillas se turnaban sin descanso hasta la llegada de la madrugada. Sin embargo, estaba segura: ser viuda y no tener negocio alguno… pero le temía a la muerte. Entonces, decidió ir temprano, sin rodeo, a la casa de un indio que vivía en el barrio San Isidro, rodeado de siete gatos negros y un olor a brebaje emparentado con el sudor en el ambiente de un cuarto.

Al llegar la casa estaba llena de caras largas y compungidas; aquello daba la impresión de ser una de las antesalas del purgatorio. Ella tenía que esperar su turno, pero eso no le preocupó… si lograba averiguar lo sucedido saldría de allí satisfecha, se dijo, con los nervios en su lugar, dispuesta a seguir dando la batalla. Pero la cabeza le daba vueltas. En barajaba nombres como si estos fueran naipes. Intentaba recordar los agravios y males cometidos, sin justificar lo ocurrido por aquellos. El nieto la veía, por ratos, hundirse en sus cavilaciones, mientras él seguía jugando, entre las bancas, con sus bolitas de uñitas.

Al fin… le correspondió su turno. Entró. Al trasponer la puerta chocó su nariz con olores acres a hierbas, brebajes y sudor. Su mirada se posó en la imponencia del indio alumbrada por la luz lacia de tres candelabros y la sombra gigante proyectada en una de las paredes mugrienta y escarchada. Los gatos… esos animales misteriosos, saltaban de un lugar a otro, sin control, pasando de las sillas a la mesa y viceversa, armando un estropicio; esas criaturas no se estaban quietas, siempre intranquilas, husmeando, como celosos guardianes, cada rincón del cuarto.

Afuera se sentía la brisa de marzo azotar las paredes, y adentro seguían las llamas de los candelabros como sin nada ocurriera. De vez en cuando, se filtraba el ruido de la calle, de los autos y la música de las cantinas alusivas al carnaval. Los ruidos iban y venían, se agolpaban en los rincones y hacían más misterioso el lugar. El indio se puso de píe y caminó hacía la abuela, la tomó de las manos y lanzó un grito que acalló todos los ruidos. Los gatos saltaron y se posaron a sus píes, y las velas de los candelabros se avivaron aún más.

El nieto recordaba: “No era la primera vez que la vieja me traía a estas cosas… pero siempre, Yo hallaba algo nuevo y extraño, era un mundo muy misterioso para mí. Yo me entretenía jugando con mis bolitas de uñitas hasta la hora de entrar a la consulta; era mi rutina. Y luego partíamos, yo preguntándole acerca de las cosas que veía y ella regañándome, dándome de vez en cuando mis coscorrones.”

Allí le mostrarían, en un vaso con agua, el rostro de su enemiga o enemigo tal vez riéndose… Al salir, no podía creer lo que sus ojos habían visto; cómo sospechar de esa señora, si era como si fuera su hermana, además era como alma de Dios. Mas el indio se lo había dicho… y no sólo eso… le había mostrado el rostro… entonces por qué no creerlo. Y pensó: “En esta vida no hay que fiarse de nadie”. Y cargada de hierba y brebajes, dispuesta a seguir ciegamente las instrucciones del indio, se enrumbó hacia la casa llevando de la mano al nieto que sorprendido le preguntaba por esto y por aquello… temeroso de la reacción de la abuela.

A los ocho días, la abuela volvió llevando todo lo que el misterioso hombre le había pedido. Para ello, le tocó vender hasta la última prenda que había heredado de la abuela Encarna. Y salió de nuevo cargada de frascos con líquidos ambarinos y hierbas verdes y secas, con una sonrisa maléfica en su rostro… que hasta me causo curiosidad la forma como, cada día, la vieja se iba pareciendo a uno de los gatos del indio.

El nieto recordaba: “Llegaba a la casa y se encerraba en un cuarto y comenzaba a saltar de una silla a la mesa, y de ésta a la butaca, se asemejaba a una pantera herida. Nunca me dejó entrar y presenciar su ritual; pero yo me las ingeniaba para observarla por una rendija, que cuidadosamente, descubrí en la puerta. Así pasó un mes. No volvimos más al barrio San Isidro, ni la escuche hablar del brujo, ni de su mata de sábila, mucho menos de los gatos… Ese día, cuando volvió a mencionarme el tema, hasta a mí se me había olvidado que la vecina Eulalia tenía más de un mes de muerta; y todos los vecinos, con mirada acusadora, observaban a la abuela, cuando los dos nos sentábamos de tarde en tarde a esperar que llegara mi madre del trabajo. Ella simplemente me dijo: “-Ese maldito indio nos estafó a todos, ese no fue el rostro que me mostró, pero yo si tenía mis sospechas sobre esa vieja cancleca”. Y soltó una terrible y estruendosa carcajada de satisfacción. Así quería justificar su maquiavélica equivocación. Pobre abuela. Hoy está recluida en un manicomio”.

El nieto guardó la fotografía de la abuela en el fondo del baúl. La madre entró al cuarto llevando en sus manos una brillante herradura que había comprado en el mercado para colgarla detrás de la puerta de la calle, porque alguien le había dicho que era sinónimo de buena suerte. El miró a la madre con desconfianza y salió rápidamente del cuarto donde la vieja guardaba sus secretos.

Tomado del Tomo I de la Antología de Cuentos “Mi Amigo El Cuento

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